Andrés Manuel López Obrador ha construido un poderoso proyecto político y social basado en la noción de pueblo. Haz algo por ellos, habla en su nombre, busca su aprobación y apoyo. Por su parte, quienes lo critican, intelectuales, medios de comunicación y políticos de la oposición, convierten a la sociedad civil en un ávido de sus inquietudes y desvelos. Haz algo por ella, habla en su nombre, busca su aprobación y apoyo.
La legitimidad moral que se atribuyen unos a otros deriva de la convicción de que hablan en nombre de algo más importante que ellos mismos: el pueblo o la sociedad civil, según la facción de que se trate.
En sentido estricto se supone que estarían hablando de lo mismo; es decir, de la sociedad en su conjunto, de todos los mexicanos o de la mayoría de ellos, de los que no son los protagonistas del poder. Pero no es así. Y precisamente porque no es así, por el hecho de que están hablando de cosas diferentes, las posibilidades de entenderse son escasas.
Según la Real Academia Española (RAE), la sociedad civil es el conjunto de ciudadanos de una sociedad considerada desde el punto de vista de sus relaciones y actividades privadas, independientemente del nivel estatal. Es un concepto acuñado en las sociedades modernas para describir a las personas que no participan orgánicamente en las estructuras políticas ni en el marco de los poderes económicos.
Según la misma RAE, la palabra pueblo se refiere a tres acepciones: grupo de personas de un lugar, país con un gobierno independiente y gente común y humilde de una población. López Obrador suele utilizarlo en este último sentido.
Las dos nociones ofrecen matices, pero en definitiva pueden coincidir y superponerse en un elemento: sociedad civil y pueblo son conceptos que hacen referencia a la gente corriente, al ciudadano corriente, aquel que no es protagonista ni miembro de los poderes políticos o de la economía organizada. Y sin embargo, la forma en que cada una de las partes lo interpreta es tan diferente que se convierten en agua y aceite.
En la definición de pueblo de López Obrador, la gente común es la población humilde: sectores populares, clases medias bajas; es decir, mexicanos con carencias, falta de oportunidades, víctimas de la injusticia social. Para sus detractores y opositores, la sociedad civil es una especie de retrato hablado que invoca, aunque no lo explicitan, una especie de clase media supuestamente representativa de los mexicanos.
Hace dos semanas, en este espacio, cuestioné a la organización México Colectivo, que se presentaba como un grupo plural interesado en construir alternativas al movimiento Obrador desde la perspectiva de la sociedad civil. Respecto a ellos señalé que quizás en Europa, de donde viene el término, sociedad civil es equivalente a lo que ellos entienden. Pero en México la mayoría de la población son los sectores populares, es decir, a los que se refiere López Obrador, los que abarrotan el Metro, los albañiles y los vendedores ambulantes, más de la mitad de los mexicanos que viven en la pobreza y las clases sociales. medias bajas que luchan por llegar a la quincena.
Para los críticos y para la oposición, los pobres son un anacronismo del pasado, los que quedaron atrás pero ya no vienen con nosotros, son un problema por resolver. Pero México no es un país de clases medias, sino de profundas desigualdades en las que la gran mayoría tiene una amplia base. Los habitantes de Las Lomas, Polanco, La Condesa o La Roma encajan completamente en Iztapalapa o Milpa Alta, de donde provienen los jardineros, basureros o venidos, que los predicadores de la “sociedad civil” solo ven como atrezo. Para ellos, “los nosotras”, la sociedad civil, son los vecinos de los barrios donde viven, el contador y el dentista, los comensales de sus restaurantes, la “buena gente”.
Ambas interpretaciones se quedan cortas, en mi opinión. No les quedan a todos los mexicanos. Y esto es un problema en la medida en que los portavoces de una u otra concepción se consideran profetas y únicos intérpretes del pueblo o de la sociedad civil de la que hablan. Ellos y la entidad que representan se vuelven uno. Discrepar con López Obrador equivale a sacrilegio, ya que va en contra de los intereses del pueblo. Pero sus oponentes juegan en un campo muy similar; cuestionar a las organizaciones que emanan de la sociedad civil es un crimen contra instituciones que funcionaron muy bien para ese tercio próspero, pero muy poco para el México que fue cada vez más profundo. Los “avances democráticos” constituyen una noción abstracta o poco bienvenida para quienes vieron congelado su salario mínimo o tuvieron que salir mojados para alimentar a sus hijos.
Y sin embargo, entre los dos riesgos, al menos por lógica pendular me parece que en este momento la noción de López Obrador es mucho más relevante. Primero por razones aritméticas; su “definición” de ciudadanos comunes es más amplia que la de sus rivales. Algo que se observa claramente en la reiteración de una cifra: el 57% de los trabajadores trabaja en la economía informal, los pobres y las clases medias bajas superan el 60%, la misma cifra que los niveles de aprobación del presidente. Por el contrario, la sociedad civil imaginada por sus rivales en realidad concierne a una minoría que no podría ampliarse.
Y luego están las razones morales. “Los que quedaron atrás” no es una expresión alegórica. Veinte millones de personas carecen de internet porque donde viven no hay rentabilidad ni economías de escala para el servicio comercial. La noción que se refiere a la sociedad civil los asume como una anomalía y una mala tarde para ellos; sus hijos crecerán condenados a repetir el ciclo interminable de desventajas y falta de oportunidades. Es su “culpa” por no pertenecer a la sociedad civil. Por el contrario, la noción de personas, a pesar de las limitaciones de la interpretación obradorista, las convierte en una prioridad. No sé si la 4T podrá dar a todos ellos una “señal” de aquí al final del sexenio, pero me parece admirable el enorme esfuerzo que se está haciendo para intentarlo.
Usuario de Twitter: @jorgezepedap
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